Francisco fue el argentino más importante del siglo XXI. El primer papa latinoamericano, jesuita, con un mensaje reformista que recorrió el mundo, que le habló a los pobres, a los marginados, a los excluidos, y que puso en agenda temas como el medioambiente, la migración, la inclusión social y la paz global. Sin embargo, en su país, una parte de la dirigencia y de la sociedad lo trató con desprecio, sospecha o directamente con hostilidad.
Es difícil encontrar en el mundo otro país que cuestione a sus íconos con tanta ferocidad. Mientras el mundo lo admiraba, muchos en la Argentina lo combatían o lo ninguneaban. La ideología, el prejuicio y el resentimiento le cerraron las puertas. Y él, sabiendo leer los signos de los tiempos, eligió no forzar una visita que pudiera profundizar las divisiones.
La historia lo pondrá donde corresponde: al lado de San Martín, Perón, Evita, Maradona y Messi. Porque Francisco no fue solo el jefe de la Iglesia Católica: fue un argentino que dejó su marca en la humanidad. Y como todos los grandes, será reconocido más profundamente con el paso de los años.
Su legado no necesita defensores. Se sostiene solo. Pero su ausencia —la de no haber pisado la Argentina como Papa— es una deuda que quedará en el alma colectiva. Una señal de los tiempos, quizás, y también una oportunidad para repensar cuánto valoramos lo nuestro.
Francisco no vino, pero estuvo presente como ninguno. Y ahora, su figura se agiganta. A los argentinos nos deja una lección. Y a la historia, una figura inmortal.